lunes, 26 de octubre de 2015

TÍA MARÍA


No eran los dedales la prótesis de sus dedos sino los dedos la prolongación de aquellos dedales. Ascendiendo desde sus raíces metálicas, unas nudosas prolongaciones más hueso que carne, se afanaban una vez más con febril determinación en esculpir un vestido al compás de la vieja Singer regalada por su madre.
Al suspender la tela entre sus rodillas y el borde de la mesa el tiempo suspiraba y contenía el aliento. Las risas, las vistas, el ruido de los pájaros que diariamente ensuciaban el poyete de la ventana apenas distraían sus ojos de águila concentrados en los entresijos de las tramas y urdimbres.
Los tejidos eran sus mapas. Por ellos recorría kilómetros y kilómetros y dejaba a su imaginación guiarla hasta fiestas, comuniones, bodas y bautizos según los deseos del cliente en cuestión.   
En general, trataba de satisfacer sus caprichos, pero a veces su criterio luchaba por imponerse con tal frenesí que alargaba un par de dedos una falda o añadía un par de centímetros a peticiones de talles ceñidos con imprudencia.
La mesita de la máquina de coser bailaba al compás del pedaleo constante hasta el atardecer, admirada por las sobrinas que cada tarde de verano la visitaban en busca de tesoros de cajón de sastre a los que inventarles un origen misterioso.
Rebuscando entre los hilos, los botones se convertían tan pronto en monedas de barco pirata como en dinero con el que pagar en un improvisado supermercado en la mesa central del recibidor.
Su paciencia con aquellas niñas ruidosas era infinita a pesar del deambular incansable por la casa hasta invadir todos sus rincones. La concentración en la costura le impedía alterarse con las risas estruendosas o el uso de las porcelanas más delicadas como vajilla para un restaurante en el comedor.
Y las niñas le gustaban. Era caprichosas como ella y sabían apreciar las alegrías sencillas como los paseos por el Carpio para hacer pulseras con “Ajos de Cigüeña”, el pollo muy frito y las rosquillas de aceite que tomaban acompañadas de la mezcla de cereales tostados que le gustaba beber en vez de café.
Su insólito desinterés por el romance la permitía una dedicación digna de los grandes genios a su trabajo, que más que trabajo era modo y motor de vida.
Cuando sus pensamientos se alejaban de la costura, se acercaban de forma peligrosa a la hipocondría y una cierta racanería temerosa de un Apocalipsis solitario del que su pesimismo innato le alertaba.
Por eso había decidido desde temprana edad, donar una significativa cantidad anual para misiones africanas que le salvaguardarse de extraviar su camino hacia el cielo. Este temor de Dios tan manifiesto en su trato diario, era bien conocido por sus clientes más devotos, que la obsequiaban con virgencitas de aquí y allá y bendiciones papales como recuerdo del Vaticano en agradecimiento a su buen hacer y trato suave. Su sala de coser se había transformado así, con el paso de los años, en una especie de santuario mariano donde los estantes alternaban figurillas de los más diversos materiales, como concha, cerámica o madera, testigos pintorescos de su tibio deambular por la vida.
No la gustaba fantasear, así que libros y películas carecían de interés a sus ojos, pero disfrutaba de las historias que sus clientes la contaban mientras esperaban algún remate de su encargo. Las vidas de sus vecinos y amigos se perfilaban como fábulas con moralejas sorprendentes que la gustaba comentar con su hermana en las numerosas sobremesas que compartían con la familia de ésta.
Una hermana que más que hermana, era una segunda madre a quien recurrir ante cualquiera de las pequeñas complicaciones domésticas. Su Ángel de la Guardia. Un lazo que no se rompería ni siquiera cuando en la vejez, el deterioro de ambas, hiciera que ya no pudiesen mantener aquellos roles tantos años mantenidos.
Abrazándose el alma por un camino recorrido casi siempre juntas, sus deseos eran transparentes para su hermana menor, que la consideraba de nuevo niña en sus caprichos de vejez .
Cuando la inmovilidad atrapó sus manos, los más cercanos pensaron que se le apagaría el aura, pero aún en sus reflexiones pesimistas sobre el final, se palpaba su perenne pasión por las cosas sencillas de antaño.
Aunque con los párpados algo más caídos,  sus ojos seguían brillando curiosos ante el amarillo intenso del trigo en verano y las nuevas hechuras de la ropa de sus sobrinas, que le parecían un desafío a la razón.
Su última puntada la dio un 15 de mayo, curiosamente el día de San Isidro Labrador, otro trabajador incansable como ella.

miércoles, 6 de mayo de 2015

AL PASAR LA PÁGINA






  Esta historia es un cuento escrito a dos manos por Laura, mi hermana, y una servidora para felicitar su cumpleaños a mi madre en 2013. Además de un homenaje al amor por la lectura de mi madre, es un juego ya que cada hermana escribió un párrafo con la intención de que tratase de adivinar cual fue escrito por cada hija.


Que no podemos prever nuestro futuro es algo obvio. En principio algo que todo el mundo acepta, pero al mismo tiempo, un hecho al que muchas veces nos negamos, en un intento de convertir nuestro destino en las páginas de una novela.
La habitante de estas líneas pertenece a este grupo de reaccionarios. La asusta pensar en lo fortuito, por lo que se ha acomodado en una vida sencilla que si bien no la brinda grandes satisfacciones, tampoco desagradables sobresaltos. Tiene un mes de vacaciones, madruga, usa el transporte público, pasea entre semana cuando el humor se lo permite y los fines de semana trata de alimentar sus viejas amistades. No es infeliz, en definitiva, pero en el fondo, siente una carencia.
Esta mañana en concreto, es Sábado, por lo que en un intento de superación de la rutina, decide encaminarse al centro de la ciudad y visitar una librería de compra venta en la que de vez en cuando compra libros descatalogados con ánimo de coleccionista, que la permiten sentirse algo más especial. 
Una vez en la librería, capta su atención una novela ilustrada con una llamativa portada en azul. Parece una novela de aventuras, el tipo de historia que gira principalmente entorno a un romance conflictivo con duelos, secuestros y numerosas sorpresas, por lo que decide comprarla. Sentada en el autobús de vuelta a casa la hojea recreándose en las ilustraciones hasta que una pequeña hoja doblada cae a sus pies. Tiene la siguiente inscripción hecha a mano: "Si ya no quiere seguir siendo un espectador de su vida, busque a Gastón. Se la complicará". "Curiosa manera de llamar la atención", piensa nuestra heroína., y antes de darse cuenta se encuentra a sí misma revisando cuidadosamente el dorso del papel. Su curiosidad se desata, pero desafortunadamente, no hay nada más escrito allí.
¿Quién demonios es Gastón y porqué le complicaría la vida a alguien? Quizás es sólo una anotación manual, una contestación a un pasaje del libro que un ex-propietario entregado ha sentido el impulso de escribir. O tal vez una cita del propio libro que ha enamorado a su anterior lector.
Esas son claramente posibilidades, pero, siendo honestos, no resultan ni satisfactorias ni tan fascinantes como creer que Gastón es un ser real, por lo que Aúrea, abriendo por segunda vez el libro, comienza a devorar hoja tras hoja, en la búsqueda de una nueva pista.
El libro es un auténtico folletín, como los que puso de moda Alejandro Dumas padre en el siglo XIX. Narra la apasionante historia de Leonor, una bella e inteligente muchacha, enamorada de un apuesto e intrépido aventurero que resulta ser el hijo natural del señor feudal de la comarca, el marqués de Monteolinar. El mozo, al serle revelado el secreto de su nacimiento en el lecho de muerte de su madre, desesperado por su deshonesto origen, renuncia al amor de Leonor y parte a lavar su nombre luchando por su patria y por su Rey a lugares remotos. Como, avergonzado, no tiene a bien conceder a su novia una explicación de su marcha antes de ponerse en camino, ésta piensa que la ha abandonado y, por despecho primero, por aburrimiento y cierto interés por su peculiar carácter después, acaba cediendo a los requerimientos matrimoniales del marqués, ignorantes ambos contrayentes del parentesco que une al actual esposo con el antiguo amado.
El desenlace no desmerece en absoluto los requisitos del melodrama de aventuras: el antiguo amante regresa y alentado por la rabia y los celos, decide secuestrar a su antigua enamorada al sentirse incapaz de batirse en duelo con su propio padre. El marqués, desconocedor de la existencia de este hijo, moviliza a sus hombres de confianza ofreciendo una recompensa por la captura del indeseable. Mientras tanto, Leonor, aturdida, suplica el perdón de su captor, al descubrir tras un desmayo que espera un hijo del Marqués. Tras el descubrimiento de este hecho por su joven enamorado, este enloquece y la abandona, presto a la batalla con los hombres de su padre. Finalmente el joven es apresado, siendo su verdadera identidad descubierta por el Marqués, que desconsolado, decide liberarlo. Leonor y el Marqués deciden regresar a la villa y se despiden con lágrimas en los ojos del intrépido caballero que pudo ser hijo y esposo, que les despide sin volver el rostro, con la mirada altiva y la promesa de no volver a amar jamás.
La historia no deja indiferente, Aúrea puede sentir la rabia de Gastón, el hijo ilegítimo del Marqués, mientras su corazón late rápido, pero esto la devuelve al punto de partida ¿por qué alguien escribiría aquella nota sobre Gastón? Siente una mortal curiosidad, tan punzante que comienza a dibujarse en su mente la idea de regresar a la librería el siguiente Sábado y tratar de averiguar sobre el anterior propietario del libro.
Tras una tediosa semana cuyos días parecen arrastrarse minuto a minuto, hora a hora, llega por fin el ansiado sábado. Áurea, vestida no sabe porqué con su vestido favorito, unas medias gruesas y unas botas altas que le dan un aire de mosquetera que le parece muy adecuado para la ocasión, se encamina a la librería.
Pero al preguntar al librero por el antiguo dueño de la novela, éste no sabe darle razón del mismo. "Era parte de un lote de varios libros viejos que compré a un librero que liquidaba un negocio parecido al mío"-explica. Al insistir Áurea, con interés creciente, en que le facilite el nombre de dicho librero, su interlocutor aduce que lo ignora. Ante la cara de decepción de nuestra protagonista, relata la historia de la compra. Paseando por una calle de Cuenca, vio una librería antigua, con un cartel que anunciaba compraventa de libros y otro que avisaba de la inminente liquidación del negocio. Entró, vio y compró un lote que le pareció interesante, y eso fue todo. No preguntó por el nombre del librero, y tampoco recuerda el de la librería. Llevada por una fuerza irresistible, con una insistencia impertinente absolutamente infantil en la tímida, casi apocada, infinitamente correcta Áurea, ésta inquiere: "Y...¿no recordará usted ninguna característica, ningún rasgo distintivo del libro o de su tienda que pudiera permitirme buscarlo?". Ante lo cual el librero, con una sonrisa entre irónica y melancólica, responde: "Era un hombrecillo gris, de ésos que ningún novelista describe y ninguna persona recuerda".
Aquello parece el final de su búsqueda, pero Aúrea no puede rendirse. El misterio acerca de la notita se ha agrandado en su imaginación hasta alcanzar dimensiones hercúleas, así que tiene que pensar en un plan. Necesita encontrar al artífice de la nota.
Al llegar a casa decide que es hora de aprovechar la cara amable de la era informática, y una vez metida en su buscador favorito, teclea "librerías de compra-venta en Cuenca". No es una lista larga, aunque poco hubiese importado que lo fuera ya que no había ningún nombre en ella que la permitiese establecer el más mínimo indicio para proseguir su búsqueda. Pero en ese momento en que se muerde el labio inferior con rabia, la enigmática sonrisa del librero vuelve fugazmente a su mente. ¿Qué significaba aquello?¿por qué parecía tan complacido con la confusión de Aúrea? El esbozo de una idea se perfila en su imaginación.
Mira el reloj y con una sonrisa victoriosa al descubrir que tiene el tiempo justo de volver a la librería antes de su cierre, sale corriendo por la puerta, con las botas mal abrochadas y el corazón latiendo fuerte.
Una media hora más tarde y con el mismo aire marcial, entra por la puerta de la librería tropezándose ligeramente con un cartel de cartón que a tamaño natural, publicita mediante la silueta de su protagonista, el último tomo de una saga literaria de moda. El librero vuelve a esbozar una sonrisa sardónica ante la vista de aquel espectáculo." ¿Qué la trae de nuevo por aquí?"-pregunta risueño. Aúrea, tratando de recuperar la respiración tras el embarazoso momento vivido segundos antes, sólo puede pronunciar las palabras que hace ya una hora ocupan su mente:¿De casualidad se llama usted Gastón?
"¿Y qué cambiaría si así fuera?"-espeta él, entre amargo y burlón. Áurea se detiene unos minutos por primera vez a mirar al librero como persona, en vez de como obstáculo humano con el que hay que realizar un no por consabido menos molesto intercambio de palabras antes de lograr salir de la tienda con el precioso objetivo de un libro que la permita huir de su cómoda, trazada, predecible y aburrida cotidianeidad para evadirse en el mundo de aquéllos que no temen vivir su vida. Y entonces entiende.
"No"-responde con dulzura-"no cambiaría nada". Y le sonríe. "Siempre y cuando se comprometa a complicarme la vida". El librero la mira a los ojos y sonríe también. Su sonrisa es franca, limpia y cariñosa. "Claro"-asiente mientras la toma de la mano. "Simplemente ven conmigo". Y ambos salen a la luz de la tarde, dejando detrás la sencilla librería, oscura, pero llena de historias maravillosas e irrepetibles escondidas tras las tapas viejas y grises de polvo, esperando a que alguien con la suficiente sensibilidad para ver más allá de las pastas, se atreva a vivirlas.


Laura del Río
Sara del Río

martes, 14 de abril de 2015

UN BAILE DE MÁSCARAS



Por su retina pasaban como relámpagos los edificios de unas calles recorridas mil veces mientras ocupaba sus pensamientos esa frase repetida otras cuantas por su compañero de fatigas: “La vida es un baile de máscaras”.
¡Qué cierto resultaba aquello cuando se trataba de la labor policial! En su vida profesional que ya se extendía más de doce años, había enfrentado unas cuantas situaciones rocambolescas, pero la de aquel día le tocaba especialmente la fibra sensible. Odiaba cuando la cosa tenía que ver con niños.
-¿En qué estás pensando?-interrumpió bruscamente Sergio sus pensamientos.
-En que siempre hay un carnaval grotesco en alguna parte.
-Estás pensando en tu sobrina, la chica te la ha recordado.-sugirió casi susurrando el joven conductor, que todavía gozaba del entusiasmo propio de los primeros años en el cuerpo.
Hugo suspiró para destilar una mezcla de malhumor y desencanto antes de contestar:
-Ya no pienso mucho en ello, es lo extraño de las desapariciones. El recuerdo se vuelve una pátina imperceptible.
Sergio despegó su mano izquierda del volante y le dio una suave palmada en el hombro.
-A esta la vamos a devolver su vida, Hugo.
Se hizo un plomizo silencio y cada uno volvió a sus pensamientos. El espigado conductor centró su vista en la carretera preguntándose nervioso si habría ido demasiado lejos con su última frase mientras el nervudo veterano parecía abstraerse observando su reflejo en la ventanilla. La cara que le devolvía el cristal disimulaba el cansancio y la tristeza tras unos pómulos marcados que endurecían sus facciones, opacando sus rasgados ojos pardos.
La peculiar fisionomía de su cara hacía que algunos en el cuerpo le llamasen 007, al afirmar que su porte era digno de personificar al espía, pero Hugo no se reconocía en tales comparaciones. Era como una cadena de bicicleta desengrasada, aún podía moverse, pero con torpeza. “¿De verdad iban a devolver una vida a aquella niña?”-se preguntaba. Al parecer la niña de siete años, hija de un matrimonio de gitanos a ojos del mundo hasta hace tan sólo unos días, ya no podía definirse como tal. Su pelo rojizo y sus ojos verdes resultaron demasiado exóticos para no despertar sospechas en una vecindad poblada por gitanos morenos de nariz altiva y un vecino había desatado la alarma.
El hecho de que menos de un mes antes hubiese aparecido un caso similar en una provincia cercana no dejaba de inquietar a Hugo, que nunca podría acostumbrase por completo a los resquicios más tenebrosos del género humano. Su función hoy se limitaba a escoltar a la niña a la comisaría mientras otro equipo lidiaba con los presuntos impostores, que tras haberse mostrado incapaces de presentar documentos fidedignos de custodia de la menor, pasarían a disposición judicial en las próximas horas.
-Aquí pone que nos quedan 500 metros.-afirmó animoso Sergio, pero su tono traslucía un cierto nerviosismo que Hugo acusó a la conversación que acaban de sostener.
Apiadándose de su joven compañero, balbuceó:
-El equipo de Losada ya está allí, así que la cosa será rápida.
Pero incluso recién pronunciadas estas palabras una terrible sensación de asco envolvió sus entrañas. No podía sentirse cómodo ni héroe. ¿Qué sería de aquella niña?  Se preguntaba cómo habrían sido esos siete años de vida en aquel entorno y cómo sería el futuro que la aguardase una vez liberada de su hogar falso.
Su psicólogo le había ordenado más que sugerido en muchas ocasiones que desconectase de cualquier caso una vez terminado su horario laboral, pero parecía incapaz de hacerlo. Él, el 007, adolecía de los males de la post-adolescencia y de una visión melodramática de la vida que a duras penas disimulaba con largos silencios e ironías.
Al llegar otro vehículo policial flanqueaba la puerta.
Sergio entró con paso firme en la chabola, excitado por la novedad del caso en su periplo personal, tintineando inconscientemente las llaves de la patrulla entre los dedos.
La niña estaba en una esquina de la sala, sentada junto a Luisa, la psicóloga.
-¿Te acuerdas de lo que hemos hablado? Ahora tienes que acompañar a estos señores a un sitio. Mira, él se llama Hugo y él…
-Sergio, encantado.
La niña, delgada y pálida miró muy atenta con unos bonitos ojos verdes que se mostraban vidriosos. Era obvio que estaba asustada, aunque no al punto de estallar en llanto. Sin mediar palabra se levantó irguiendo una mirada interrogante alternativamente a ambos.
-¿Te llamas Candela, verdad?-preguntó Sergio esforzándose por mostrar una sonrisa amistosa.
Hugo avanzó un paso hacia la niña y agarrando una de sus manos la apretó firme durante unos segundos. Era una mano pequeña y áspera.
-¿Voy a ir al colegio?-dijo la niña, y en ese momento Hugo supo que no podría seguir con aquello. Este sería su último caso.

martes, 17 de marzo de 2015

HAPPY BIRTHDAY MISTER PRESIDENT!




El tacto de un barril de petróleo resulta frío y desolador una vez convertido este en el último compañero vital, pensaba José Cabo abrazado al cilíndrico recipiente mientras trataba de sobrevivir a un imprevisto shock anafiláctico.

Alrededor de su imponente cuerpo enroscado en torno a uno de los contenedores petrolíferos que hacían las veces de pedestal para las innumerables mesas, sus 32 ministros acompañados por sus 111 viceministros, se disputaban los variados manjares de cocina internacional escogidos para la fiesta.

En la inmensidad del jardín de su mansión costera, los 143 amigos más cercanos del Presidente de la República parecían ajenos a los estertores de su generoso anfitrión, que no había escatimado en los festejos de su 51 cumpleaños, poblando el jardín de ex reinas de belleza, exquisiteces culinarias y mares de alcohol.

Entre las risas, los balbuceos borrachos y los repetitivos estribillos de las bachatas de fondo, las peticiones de auxilio del dirigente se disolvían en la nada.

Solamente el excéntrico pie de mesa presenciaba hierático su caída a los abismos.
Un simbólico emblema capitalista al que a pesar de su engolado discurso comunista, José siempre había amado.
Sin embargo, en estos últimos minutos de su existencia, el reflejo distorsionado que el barril ofrecía de su rostro estalinista, le provocaba el mismo rechazo que los espejos del túnel de los horrores.

Ironías del destino, su último día en el mundo coincidiría con el primero en las páginas del calendario, siendo un  “Jardín de las delicias” el fresco final que captasen sus retinas.
Y acertado era comparar aquel escenario con el cuadro flamenco dividido entre los placeres celestiales y los infiernos terrenales, dada la multiplicidad de escenas protagonizadas simultáneamente por sus hombres de confianza.

El ministro de Trabajo por ejemplo, yacía tumbado a escasos metros sobre el césped abrazado a su joven y voluptuosa acompañante, una actriz novel que juguetona le ofrecía fresas  en un improvisado boca a boca.

Algo más alejado pero perfectamente encuadrado en su campo de visión,  el viceministro de Deporte hacía honor a su ministerio corriendo detrás del ministro de Industria para recuperar la que al parecer, era la botella de Dom Perignon superviviente.

Por su parte, el ministro de Educación Universitaria había conseguido sentar a unos cuantos comensales a su alrededor, dibujando un círculo en  el suelo, adoctrinándoles incansablemente con su repertorio ilimitado de chistes verdes y antiamericanos. Sus interlocutores se retorcían entre risas histéricas como niños que juegan en el barro, aplaudiendo en las pausas teatrales del monologuista, en una especie de eufórico nirvana.

Observando cómo todos daban cuenta de su gabinete de curiosidades particular ignorando su presencia, el presidente sintió que la garganta le ardía de cólera y rabia ascendiendo en un torrente sanguíneo que colapsaba en las puntas de su impoluto bigote.

¡Maricones!-gritó con sus últimas fuerzas Cabo.

jueves, 26 de febrero de 2015

CASI UNA AUTOBIOGRAFÍA


Con todo mi cariño, para mi abuela

Hoy mi nieta me ha dicho que no se tener ocio y me ha entristecido. Nunca he pensado en el ocio ni he sido consciente de su existencia. He vivido siempre como ama de casa sin parar de trabajar.
Julián, mi marido, era agricultor y mientras el hacía las labores del campo, yo me encargaba de la casa, en la que había muchas tareas con las que afanarse. Para empezar, antes aprovechábamos todo. Cuando ahora cuentan en la tele que hay que reciclar yo pienso que en mi época sí que sabíamos cómo hacerlo. Matábamos un cerdo y su carne daba de comer a una familia durante un año entero, aprovechando hasta los sesos para revuelto o los chicharrones con anís para las meriendas. Además hacíamos jabones con la grasa que no se utilizaba para la conserva de los lomos fritos. Eso sí que era reciclar.
De niña, recuerdo que mi madre pasaba largos ratos haciendo requesón con el suero del queso de oveja. Sin embargo, al dejar la casa vieja, ya no volvimos a cuidar ovejas y perdimos esa costumbre. Aunque sólo tenía doce años en aquel entonces, tengo grabado en la memoria cuando las ovejas me chupaban los dedos como saludo cuando los metía entre los agujeros de su alambrada. Era un momento para la felicidad.
Mi nieta nunca ha tocado a una oveja y creo que la horrorizaría hacerlo. Al menos necesitaría lavarse las manos unas cinco veces después. En cambio no le da asco comer golosinas fosforescentes o hamburguesas que no saben a carne.
Tampoco parece importarle el tener que pasar la mitad de sus días con las narices pegadas a la pantalla de su ordenador, bien sea por trabajo o para ver “sus series”.
Yo reconozco que el cacharro ese me llama la atención porque me parece mentira todo lo que contiene, mis hijos compran viajes, ropa y ven películas con él, pero también entiendo que aísla a la gente. Lo veo cada vez que paso unos días en casa de alguno de mis hijos: al volver a casa cada cual se encierra en su cuarto con su máquina y colorín colorado hasta la cena.
En mi casa las sobremesas siempre se prolongaban, entre semana para organizar los asuntos urgentes y los fines de semana entre café, rosquillas de la abuela y anís.
Antes de casarme, las amigas de la escuela nos juntábamos en casa de alguna a la hora de la merienda y después de casarme, al terminar las faenas del día, visitaba a mi suegra o mi madre y paseaba por el arroyuelo charlando con alguna vecina. A nadie se le ocurría jugar a las cartas o ponerse a leer un libro, el cansancio acumulado impulsaba a estirar el cuerpo entumecido con una caminata para tomar el aire fresco.
Y lo más parecido al ordenador era el cine que mandó instalar Don Luis, el cura más bueno que hemos tenido en el pueblo, en el que se ponían películas un día a la semana sin que nadie pudiese elegir la programación. La gente se sentaba emocionada y devoraba la pantalla con unos ojos maravillados para los que casi todo era nuevo.
Aunque siendo honesta, debo decir que a mi nunca me entusiasmó el cine porque no tengo suficiente paciencia para esperar a descubrir adónde va la historia. En las pocas ocasiones que he decidido leer una novela, me he saltado capítulos o he leído primero el final.
Así que puede que sea verdad que no comprendo el ocio. Mi tiempo ha sido demasiado mío para sentir que puedo utilizarlo en cualquier cosa y sin embargo ahora que tengo más de noventa y me estoy quedando progresivamente ciega, debo descubrir cómo entretenerme sin mirar a los árboles o los pájaros, charlando pocos ratos con mis hijos, nietos y vecinos, para no morir de aburrimiento y soledad.
Mis hijos me visitan cada fin de semana y tengo buen trato con mis vecinos, pero las horas se suceden largas durante el invierno sin poder salir a mi corral para cuidar las flores.
Las vidas de mis familiares son mi verdadero ocio, los detalles de sus días que me llegan a retazos telefónicos llenando mis huecos de hoy.
Mi nieta esto no puede entenderlo ahora, pero como es cariñosa me llama de vez en cuando y sigue quedándose en el pueblo en las vacaciones, dándome un poco de eso que tanto dice que me falta.         


martes, 17 de febrero de 2015

INSTRUCCIONES PARA LIDIAR CON UN COTILLA





Con todas nuestras distancias...un tributo a Cortázar


Cuando un aluvión de blablablá no solicitado invade nuestros oídos emitiendo un zzzzzzzzzz similar al zumbido de una abeja y a este le secunda un jijiji malicioso, sabemos que nos hayamos ante la inconfundible presencia del cotilla.

Una vez identificado nuestro ruidoso atacante, podremos planificar nuestra estrategia defensiva.

Un procedimiento habitual, consistente en la relajación de la musculatura cervical extensora y activación de la flexora en graciosa afirmación, oferta una respuesta inicial que sin duda agradará a nuestro interlocutor manteniendo su guardia baja.

Bloqueada cualquier posible sospecha de ausencia interactiva,  debemos trabajar en el asentamiento de una escucha pasiva basada en el canon del ‘ja,ja,ja’, base para un cómodo descanso postrero. Este modelo se hará efectivo una vez fijada nuestra atención en la simple identificación de los  ‘jijiji’ del contrario, a los que de forma inexorable se replicará con un ‘jajaja’ sonoro y  elevado.  Para lograr el máximo rendimiento, en ocasiones se puede espaciar un ‘jajaja’ cada dos ‘jijiji’. No obstante, cualquier espaciamiento negligente podría desembocar en consecuencias catastróficas.

Hay ciertos cotillas de alto rango con los que se debe proceder con mayor cautela.
La clave del éxito radica en identificar con precisión el perfil de nuestro oponente. Este tipo de adversario muestra con frecuencia su desprecio por cualquier forma de vida, por lo que la palabra clave para su correcta clasificación será ‘buaj’,  a la que siempre deberemos contestar con un ¡puaj!, sólo alternable con un ‘aj’ para las ocasiones formales.

En cuanto al deseado cese del bucle, el curtido receptor de blablablás deberá actuar de la siguiente manera: un golpe seco en la mesa o mueble más cercano seguido de un ’ay’ agudo para comunicación vía telefónica o un ‘puf’ seguido de “¡se me había olvidado totalmente que había quedado!” para la modalidad presencial.

lunes, 2 de febrero de 2015

PARA MÁS INRI




Cuando padre tenía mi edad decía que tras una vida de labranza, era el momento de hacer lo que le diese la gana. Como era de buen comer, para él aquello consistía en hacer honor al refrán: “Del cerdo hasta los andares”. Y para que pasase bien, la bota con el vino que le regalaba siempre su vecino el Leandro.
A mi tampoco me queda más que el buen comer y el buen beber, me dije mientras descansaba la osamenta en los carcomidos bancos de la sacristía. Acababa de terminar mi misa de la tarde que para más inri había sido con la novena del Carmen, que es más larga que un día sin pan, perdóneme Dios. Y es que son más de cuarenta años con la misma cantinela y yo ya estoy para dictar testamento como dice la Antonia cada vez que la pregunto cómo anda.
Entré en el seminario para poder estudiar, pero nunca quise ser cura, así que las letanías me sobran todas. Lo de ayudar pase, escuchar la confesión entretiene, pero tanto rezo a todas horas…yo ya no tengo cabeza para eso.
Pero en lo que estábamos, andaba yo escondido en la iglesia aún sin quitarme la casulla algo adormecido tras beberme otra copita del vino de misa cuando escuché pasos dentro de la iglesia. “Será Luisito”-pensé, que no hay sacristán más devoto y redicho y como haya algo que crea que se ha olvidado o no ha quedado en su sitio, ya le puede replicar el mismísimo Papa, que tiene la cabeza como un leño.
Suspirando me levante del banco de madera que tenía más cagadas de mosca que las mulas de padre y salí, pero no era Luisito quien me aguardaba.
Todavía agazapado detrás del púlpito que está nada más salir de la sacristía a la izquierda, ya pude ver los ojos de conejo de la Brígida, que siempre parece que va cegada por los faros de un coche. Tiene cara de boba la Brígida, pero no hay quien la tosa y su visita no anunciaba nada bueno.
-Don Cirilo, ¿Dónde está?-rechinó la aguda voz de la Brígida, cotilla mayor de San Cipriano y parte de la comarca que siempre se queja de la garganta pero chilla más que el pastor.
Acongojado salí de mi escondrijo cabizbajo.
¡Y pensar que de mozo le bebía los vientos! Por la Brígida pensé en salirme del seminario, pero madre que era más inteligente que padre me dijo que la Brígida era digna hija de su madre, más mala que la quina. Razón tenía, que no hay vida de la que la Brígida no sepa, ni muerto que no revuelva en su tumba ni  cosa en la que no meta las narices.
Eso sí, no la pesa la conciencia, que al comulgar es la primera cada vez.
-Pero Brígida, ¡que se va a matar!-grité cuando al fin la avisté encaramada en una pata sobre el altar del San Isidro.
-Deje deje, ya verá que blanquito y que bien lo dejo.
Y dicho y hecho, la buena señora, de la saga de los “cotorras”, se encaramó al altarcillo de San Isidro para coger al santo. Pero un zapato se la enredó con la sabanilla, se tropezó y manto, Brígida y santo se dieron de bruces contra el suelo.
La cabeza del pobre San Isidro rodó hasta mis pies y hasta me pareció que me miraba pidiendo clemencia a pesar de su ojo a la virulé que algún piadoso fiel como la Brígida debió pintarle antaño.
Pues bien, creánme cuando les digo que la Brígida ni se inmutó. Se levantó como pudo y atusándose la falda me dijo:
-¡Esto lo arreglo yo con el superglú en un satiamén! Pero no me diga que no está más limpio, que daba pena verlo.