No eran los dedales la prótesis de sus
dedos sino los dedos la prolongación de aquellos dedales. Ascendiendo desde sus
raíces metálicas, unas nudosas prolongaciones más hueso que carne, se afanaban
una vez más con febril determinación en esculpir un vestido al compás de la
vieja Singer regalada por su madre.
Al suspender la tela entre sus rodillas y
el borde de la mesa el tiempo suspiraba y contenía el aliento. Las risas, las
vistas, el ruido de los pájaros que diariamente ensuciaban el poyete de la ventana
apenas distraían sus ojos de águila concentrados en los entresijos de las
tramas y urdimbres.
Los tejidos eran sus mapas. Por ellos
recorría kilómetros y kilómetros y dejaba a su imaginación guiarla hasta
fiestas, comuniones, bodas y bautizos según los deseos del cliente en
cuestión.
En general, trataba de satisfacer sus caprichos, pero a veces su criterio luchaba por imponerse con tal
frenesí que alargaba un par de dedos una falda o añadía un par de centímetros a
peticiones de talles ceñidos con imprudencia.
La mesita de la máquina de coser bailaba
al compás del pedaleo constante hasta el atardecer, admirada por las sobrinas
que cada tarde de verano la visitaban en busca de tesoros de cajón de sastre a
los que inventarles un origen misterioso.
Rebuscando entre los hilos, los botones
se convertían tan pronto en monedas de barco pirata como en dinero con el
que pagar en un improvisado supermercado en la mesa central del recibidor.
Su paciencia con aquellas niñas ruidosas
era infinita a pesar del deambular incansable por la casa hasta invadir todos
sus rincones. La concentración en la costura le impedía alterarse con las risas
estruendosas o el uso de las porcelanas más delicadas como vajilla para un
restaurante en el comedor.
Y las niñas le gustaban. Era caprichosas
como ella y sabían apreciar las alegrías sencillas como los paseos por el
Carpio para hacer pulseras con “Ajos de Cigüeña”, el pollo muy frito y las
rosquillas de aceite que tomaban acompañadas de la mezcla de cereales tostados
que le gustaba beber en vez de café.
Su insólito desinterés por el romance la
permitía una dedicación digna de los grandes genios a su trabajo, que más que
trabajo era modo y motor de vida.
Cuando sus pensamientos se alejaban de la
costura, se acercaban de forma peligrosa a la hipocondría y una cierta racanería
temerosa de un Apocalipsis solitario del que su pesimismo innato le alertaba.
Por eso había decidido desde temprana edad, donar
una significativa cantidad anual para misiones africanas que le salvaguardarse
de extraviar su camino hacia el cielo. Este temor de Dios tan manifiesto en su
trato diario, era bien conocido por sus clientes más devotos, que la obsequiaban
con virgencitas de aquí y allá y bendiciones papales como recuerdo del Vaticano
en agradecimiento a su buen hacer y trato suave. Su sala de coser se había
transformado así, con el paso de los años, en una especie de santuario mariano
donde los estantes alternaban figurillas de los más diversos materiales, como
concha, cerámica o madera, testigos pintorescos de su tibio deambular por la
vida.
No la gustaba fantasear, así que libros y
películas carecían de interés a sus ojos, pero disfrutaba de las historias que
sus clientes la contaban mientras esperaban algún remate de su encargo. Las
vidas de sus vecinos y amigos se perfilaban como fábulas con moralejas
sorprendentes que la gustaba comentar con su hermana en las numerosas
sobremesas que compartían con la familia de ésta.
Una hermana que más que hermana, era una
segunda madre a quien recurrir ante cualquiera de las pequeñas complicaciones
domésticas. Su Ángel de la Guardia. Un lazo que no se rompería ni siquiera
cuando en la vejez, el deterioro de ambas, hiciera que ya no pudiesen mantener
aquellos roles tantos años mantenidos.
Abrazándose el alma por un camino
recorrido casi siempre juntas, sus deseos eran transparentes para su hermana
menor, que la consideraba de nuevo niña en sus caprichos de vejez .
Cuando la inmovilidad atrapó sus manos, los
más cercanos pensaron que se le apagaría el aura, pero aún en sus reflexiones
pesimistas sobre el final, se palpaba su perenne pasión por las cosas sencillas
de antaño.
Aunque con los párpados algo más caídos, sus ojos seguían brillando curiosos ante el
amarillo intenso del trigo en verano y las nuevas hechuras de la ropa de sus
sobrinas, que le parecían un desafío a la razón.
Su última puntada la dio un 15 de mayo,
curiosamente el día de San Isidro Labrador, otro trabajador incansable como
ella.
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