El tacto de un barril de petróleo resulta
frío y desolador una vez convertido este en el último compañero vital, pensaba José
Cabo abrazado al cilíndrico recipiente mientras trataba de sobrevivir a un
imprevisto shock anafiláctico.
Alrededor de su imponente cuerpo
enroscado en torno a uno de los contenedores petrolíferos que hacían las veces
de pedestal para las innumerables mesas, sus 32 ministros acompañados por sus
111 viceministros, se disputaban los variados manjares de cocina internacional
escogidos para la fiesta.
En la inmensidad del jardín de su mansión
costera, los 143 amigos más cercanos del Presidente de la República parecían
ajenos a los estertores de su generoso anfitrión, que no había escatimado en
los festejos de su 51 cumpleaños, poblando el jardín de ex reinas de belleza,
exquisiteces culinarias y mares de alcohol.
Entre las risas, los balbuceos borrachos
y los repetitivos estribillos de las bachatas de fondo, las peticiones de
auxilio del dirigente se disolvían en la nada.
Solamente el excéntrico pie de mesa
presenciaba hierático su caída a los abismos.
Un simbólico emblema capitalista al que a
pesar de su engolado discurso comunista, José siempre había amado.
Sin embargo, en estos últimos minutos de
su existencia, el reflejo distorsionado que el barril ofrecía de su rostro
estalinista, le provocaba el mismo rechazo que los espejos del túnel de los
horrores.
Ironías del destino, su último día en el
mundo coincidiría con el primero en las páginas del calendario, siendo un “Jardín de las delicias” el fresco final que
captasen sus retinas.
Y acertado era comparar aquel escenario
con el cuadro flamenco dividido entre los placeres celestiales y los infiernos
terrenales, dada la multiplicidad de escenas protagonizadas simultáneamente por
sus hombres de confianza.
El ministro de Trabajo por ejemplo, yacía
tumbado a escasos metros sobre el césped abrazado a su joven y voluptuosa
acompañante, una actriz novel que juguetona le ofrecía fresas en un improvisado boca a boca.
Algo más alejado pero perfectamente
encuadrado en su campo de visión, el
viceministro de Deporte hacía honor a su ministerio corriendo detrás del
ministro de Industria para recuperar la que al parecer, era la botella de Dom
Perignon superviviente.
Por su parte, el ministro de Educación
Universitaria había conseguido sentar a unos cuantos comensales a su alrededor,
dibujando un círculo en el suelo,
adoctrinándoles incansablemente con su repertorio ilimitado de chistes verdes y
antiamericanos. Sus interlocutores se retorcían entre risas histéricas como
niños que juegan en el barro, aplaudiendo en las pausas teatrales del
monologuista, en una especie de eufórico nirvana.
Observando cómo todos daban cuenta de su
gabinete de curiosidades particular ignorando su presencia, el presidente
sintió que la garganta le ardía de cólera y rabia ascendiendo en un torrente
sanguíneo que colapsaba en las puntas de su impoluto bigote.
¡Maricones!-gritó con sus últimas fuerzas
Cabo.
Muy bueno!
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